Comentario
Si las arquitecturas magníficas de Bramante y los colosos marmóreos debidos al Buonarroti joven forjaron un espacio de magnitudes que no conoció el Quattrocento, si exceptuamos la cúpula de Brunelleschi, el Clasicismo del primer Cinquecento quedaría incompleto si no lo hubieran definido también los grandes pintores. La disputa sobre la primacía de las artes, que dio tanto que hablar entonces y después, pese a la inclinación por la escultura que rubrican los mármoles de Miguel Angel, se desplazaría del lado de Leonardo, que con abundantes razones, extendidas a lo largo y lo ancho del Tratado y por su misma obra pictórica, proclamaba la supremacía de la pintura, capaz de penetrar en las emociones humanas cómo en el análisis del pensamiento, en la recreación del mundo y la naturaleza que nos rodea.
En la consecución definitiva del ideal clásico perseguido ya por los neoplatónicos del Quattrocento, van a intervenir creadores excepcionales, en una década también excepcional que reunió en Florencia a dos eximios florentinos: Leonardo, el verdadero precursor del Clasicismo por haber adivinado desde el último cuarto del XV los derroteros del estilo, y Miguel Angel, veinte años más joven y sólo ocupado de pintar pasado el año 1500, a los que ha de agregarse al más joven Rafael que, nacido en Urbino y formado en Umbría, habría de coincidir con ellos dos en Florencia en idénticas fechas.
Con todo y a pesar de que la convergencia de tres magnos fundadores, a los que cabría añadir el nombre de Fra Bartolommeo della Porta, permitió a Florencia ser cuna de la nueva estilística, las condiciones políticas y sociales de la ciudad en ese momento no fueron tan propicias para retenerlos unidos. Tras la expulsión de los Médicis y la instauración del penúltimo gobierno republicano con el gonfaloniero Soderini al mando, la trayectoria hegemónica de Florencia se eclipsó y también naufragó su prosperidad económica. En 1512 recuperaron el poder los Médicis, pero pesó más en el futuro de la dinastía el nombramiento de Julio de Médicis como papa León X, y esta elección confirmó el desvío hacia Roma de la capitalidad artística que ya Julio II había potenciado como cabeza de la renovación religiosa y cultural.
Los tres pintores trasladarán a Roma su residencia y su taller, Miguel Angel desde 1506, Rafael en 1508, y algo después Vinci, que no abandonó la clientela florentina o milanesa. Salvo la dilatada longevidad de Buonarroti, Leonardo, ya emigrado a Francia en 1517 y muerto dos años después, y Rafael en 1520, puede afirmarse que el momento cumbrero de la vigencia del Clasicismo en vida de sus creadores quedó ceñido a dos décadas, incluso menos, porque en los años finales de la corta vida de Rafael, como antes en el estilo de Miguel Angel, ya se advierten fracturas y síntomas anticlásicos y manieristas.
No será Roma, pese a los cuatro colosos incluyendo a Bramante, al que también ha de contarse como pintor que en los filósofos y guerreros de la Pinacoteca Brera de Milán demuestra su talla como conformador de patrones plenos y rotundos, el único crisol del Clasicismo. También Venecia, precisamente en las dos décadas citadas, habrá de conocer el surgimiento de otra escuela que, en esencia, se aproxima a los mismos ideales. Iniciada por Giorgione, a quien por cierto influyó Leonardo, y proseguida por Tiziano, el Clasicismo veneciano conoció una más dilatada cronología y, sobre las regiones a que llegó su influjo, un prestigio que sobrepasó el Renacimiento y perduró en el Barroco.